El verdadero perdón: nada real puede ser herido
Cedrik Boudreau
En la visión espiritual de Un Curso de Milagros, el perdón no es un acto moral, ni una actitud condescendiente de “yo soy más espiritual que tú, así que te perdono”. Es, más bien, un gesto silencioso de la mente que reconoce que la ofensa que parecía tan real era, en el fondo, una interpretación equivocada sostenida por el ego.
Cuando la imagen dice: “El perdón reconoce que lo que pensaste que tu hermano te hizo nunca ocurrió”, no está negando la experiencia emocional, sino la lectura que el ego hace de ella. Lo que se deshace no es el recuerdo, sino el significado que le dimos: la idea de culpa, ataque y separación que proyectamos sobre el otro y sobre nosotros mismos.
Desde esta perspectiva, el “hermano” no es solo la otra persona, sino cualquier figura sobre la que la mente proyecta su dolor: una expareja, un padre, un sistema, un país o incluso Dios. El Curso enseña que todas estas figuras son símbolos dentro de un mismo sueño de separación, y que lo que parece venir de afuera es, en realidad, una proyección de los propios juicios no sanados.
Perdonar, entonces, es reconocer honestamente: “Lo que creo que me hiciste es la forma que tomó mi propia creencia en la culpa”. En vez de seguir alimentando la historia donde hay víctimas y culpables, el perdón elige ver inocencia donde antes solo veía ataque, y en ese gesto se libera a ambos.
Esta visión del perdón es profundamente sanadora porque deshace la raíz del sufrimiento: la creencia de que estamos separados del amor. Cada vez que sostenemos resentimientos, confirmamos la historia de que somos cuerpos frágiles luchando unos contra otros, y reforzamos la sensación de soledad y carencia interior.
El verdadero perdón, en cambio, recuerda que somos mente, no cuerpo, y que lo que realmente somos permanece intacto en el amor, más allá de lo que parezca suceder en la forma. “Nada real puede ser amenazado” se vuelve algo práctico cuando dejamos de buscar la causa del dolor afuera y permitimos que la mente suelte su adicción a culpar.
Esto no significa permitir abusos ni quedarse en relaciones dañinas; significa que las decisiones en la forma (poner límites, tomar distancia, decir no) ya no nacen del odio, sino de la claridad y el amor propio. Se puede decir “no” desde la paz, sin necesidad de convertir al otro en enemigo interno ni de cargarlo para siempre en la memoria como una herida abierta.
Practicar este tipo de perdón es un entrenamiento diario de observación interna. Cada vez que surge un pensamiento de ataque —“no deberías haberme hecho esto”, “tú tienes la culpa de cómo me siento”— se ofrece al Espíritu Santo o a la Luz interior con la disposición de ver las cosas de otra manera.
La pregunta silenciosa podría ser: “¿Qué estoy interpretando aquí que no es verdad sobre mí ni sobre mi hermano?”. Al hacerla, se abre un espacio dentro de la mente donde otra lectura se vuelve posible, una lectura que no se basa en el miedo, sino en el recuerdo de la inocencia compartida.
Con el tiempo, el perdón deja de sentirse como un esfuerzo y empieza a convertirse en una forma natural de mirar el mundo. Ya no se trata de hacer una lista de personas que hay que perdonar, sino de permanecer en una actitud de corrección interna constante ante cualquier juicio que surja.
La promesa de este camino es la paz, no como un ideal abstracto, sino como una experiencia muy concreta de ligereza, descanso y amor hacia todo. Cuando entendemos que “lo que pensaste que tu hermano te hizo nunca ocurrió” en el sentido profundo de que nada puede alterar lo que realmente somos, se vuelve posible vivir en el mundo sin miedo, sin defensa y sin guerra interior.
Ese es el regalo del verdadero perdón: liberar al otro en tu mente, para recordar que siempre estuviste a salvo en el amor.
